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04 abril 2012

MIERCOLES SANTO. VIACRUCIS AL REDEDOR DEL CASTILLO DE
BAÑOS DE LA ENCINA

La Penúltima estación de Gerardo Diego la componen dos décimas llevadas con una fluidez y naturalidad tales que parece que escribir tan artísticamente como él resulta de lo más fácil; es la difícil sencillez del artista. La primera décima es un una secuencia de requiebros afectivos, un ir y venir de un lado al otro de la emoción y el dolorido sentimiento. Inicial descripción presentativa del conjunto marmóreo de Madre e Hijo, que acaso remita a la conocida y delicadísima escultura de Miguel Ángel, «La Piedad»; una brevísima referencia al escenario del Calvario lejano y vacío, y al canto, una desolada exclamación, para pasar de inmediato a una oración consoladora: «no llores».

La décima segunda apunta ambiguamente, para preparar la sorpresa poética, a un doble destinatario, sujeto agente del grupo, del «prodigio desnudo»: ¿el escultor tal vez? Se habla de materia escultórica y de instrumento, el buril. Pero no. No es el escultor, es el alma misma pecadora del poeta: «- Yo fui el rudo artífice, el profano que modelé ese triunfo de la muerte». [Fr. Ángel Martín, o.f.m.]


He aquí helados, cristalinos,
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores.
Oh, Madre mía, no llores.
Cómo lloraba Maa.
La llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores.

¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.
DMC